Cuentan que el señor Lucifer no fue más que el primero que decidió revelarse contra el amor que promulgaba el altísimo, éste después de comprobar lo que le devolvía su mejor discípulo, el más inteligente, el más válido y al que más quiso, decidió condenarlo eternamente a vivir en un mundo apartado de él, lleno de sombras, pecado y tentación, todo un castigo para la época y probablemente una eterna bendición para los tiempos que acontecen. Desde entonces el bien y el mal libran una batalla de orgullo, sangre y tentación, basada en la inconformidad de uno y la decepción profunda del otro, en la que todavía no está marcado en final. Mientras la batalla se fragua el rey omnipotente de las alturas le observa intentando comprobar que falló en él, que le hizo separarse de todo lo que le había enseñado emprendiendo ese afán destructivo contra todo lo que un día amó. Al mismo tiempo desde la ínfimas profundidades del abismo, al ángel caído le recorren por unos segundos unas extrañas ganas de volver a su paz y a la calma que le producía contemplar el mundo desde sus alturas, tras estas milésimas una gran carcajada le inunda el cuerpo y avergonzado por esos estúpidos pensamientos continúa ampliando su imperio de tentación, orgullo y reclutamiento de nuevas almas.