Existe un punto, cuando llegas a la cima, a la cumbre de todo lo absurdo, en el que lo mortal te resulta tan banal y tan álgido que todo tu cuerpo se une en una vorágine de hastío y empacho. Justo en ese punto, en el que desaparece la tenue silueta de lo que te resucitaba, se desvanece toda la paz, aquella pureza con la que desplegabas las alas, tan blancas que aturdían. Y en el final de la cumbre esas alas se vuelven oscuras para cubrir, por fin, la honestidad que te fue negada mientras te anudaban a la muchedumbre.