26 de septiembre de 2011

Tu credo fue sencillo: amarlas a todas en la medida humana de tus posibilidades. A ésta por su espesa cabellera roja, a aquélla por sus piernas, sus delicados hombros, su mirada miope, su timidez o su ternura de heroína de novela rusa. Las amaste tal y como eran. Sin mentiras, sin falsas promesas de novio o de marido. Por eso la urgencia de tus peticiones y de tus gestos limpios nunca tuvieron un rechazo. Tu credo fue sacrílego en un mundo que ama las generalidades,las palabras elocuentes, las buenas causas, las mentiras.
Para qué explicarles a los necios la felicidad de los detalles. Las amaste a todas, incluso a la que corría con el pelo al viento doblando la esquina y te causó la muerte. También ellas te quisieron. Y, aunque no lo sepas, llegaron puntuales a la última cita. Como fieles sacerdotisas, te velaron en la forma debida. Llegaron por montones, venían del pasado, cada una con la flor de un recuerdo feliz. Algunas, antes de la entrada al cementerio, apartaron a sus hombres. Porque de eso se trataba: un funeral exclusivo de mujeres.
Nunca lo sabrás, pero te lo digo: en el instante de la verdad en que la tierra cae sobre el ataúd desfilaron una a una y desde abajo sus talones fueron de nuevo “los compases que circulan el planeta dándole equilibrio y armonía”. Cuando ya te ibas, te acompañó la vida. Las mujeres que fueron tu vida.