Mientras la silueta de sus manos recorría cada centímetro de mi cuerpo con la atención de quien observa un valioso cuadro, su lengua impaciente dibujaba paisajes desconocidos en el extremo izquierdo de mi cuello. Mis piernas se extremecían con cada mordisco que efctuaba al compás de nuevos arañazos desbocados y besos furtivos.
Y así nos lamímos las heridas, hasta que no quedó nada que lamer.